Nuestros hijos no nos pertenecen

Hola a todos,

Por fin he terminado mis exámenes y he aprobado todo. Feliz de haber superado mil veces la tentación de dejarlo porque me veía incapaz de entender. Feliz de haber empezado Osteopatía y feliz de continuar la carrera los tres años que me quedan. Hubo serias dudas de volver a Madrid con la inmensa pena de tener que dejarla, avatares del destino que a veces podemos sortear gracias a la magia que aparece cuando menos te lo esperas. Feliz y agradecida de empezar otra nueva etapa que comienza. Os contaré en breve...

Hoy me asaltaba un pensamiento. Emocionante. A ver si os toca a vosotros. Nuestros hijos son prestados. No nos pertenecen. Es un verdadero privilegio ser sus padres, acompañarles, y una infinita responsabilidad que no descansa en el mal entendido amor incondicional. ¿Qué es el amor incondicional?  

A medida que mis hijos crecen y superamos etapas, se hace más presente aquello que viví en esas edades que ellos viven ahora, aquello que me aplicaron y me dolió, aquello que me sirvió... Y pienso que lo más efectivo sigue siendo el ejemplo. Todo debe volver a uno mismo siempre. Porque parece que es la única base que tenemos cierta. 

Si recurrimos a nuestras sensaciones, nos damos cuenta de que nuestro cuerpo también nos advierte cuando sobrepasamos límites que incumben a los demás. Cuando pagamos con esos demás nuestro cansancio, nuestro estrés, nuestra desesperación, nuestras renuncias o anhelos insatisfechos en una intento insaciable de co-responsabilizar a otros en esto de la vida, nuestro corazón se encoge, nuestros músculos se tensan, nuestro ánimo decae, nuestros huesos nos pesan. 

Es un gran paso identificarlo. Pero no vale con pedir perdón sin más después de enfadarnos de manera exagerada con alguien o hacerle sentir mal porque así nos sentimos nosotros, porque el perdón deja de tener su sagrado significado si lo manoseamos, véase, si lo soltamos cada dos por tres sin que tenga mayor consecuencia. 

Más nos vale ser coherentes y descansar cuando aún estamos a tiempo. Para ordenar pensamientos y perdonarnos a nosotros mismos primero.

Veréis, ahora va cuando justo antes de escribir este post, consciente de que su contenido iba a girar en torno a esa idea de no pertenencia, abro la nueva Ley 8/2021, de 2 de junio, de reforma de la legislación civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica y los comentarios realizados por un magistrado de la AP. Leo entonces:  

"¿Cómo se siente una persona con discapacidad cuando se mira al espejo? ¿Qué necesita una persona con discapacidad? ¿Cómo un enfermo, como una carga, como un minusválido, como alguien inferior, raro...? Y las sociedad, sus familiares, sus vecinos... ¿Cómo les vemos? ¿Cómo hacemos que se vean o se sientan?".

Si una madre o un padre tiene prisa o está estresado, si vive con culpa, hastiado, resignado, resentido... ¿creéis de verdad que podemos entrar a valorar cómo se siente nuestro hijo? No nos permitimos a nosotros vivir, no permitimos a nuestro hijo vivir. Vivir en el más bonito y amplio sentido de la palabra. Sobreprotegiéndole creemos suplir esa falta de libertad interna que habita en nosotros. Exigiéndole y llenándole de terapias para ponerse "bien" sin dejarle ser persona y jugar como un niño buscamos normalizar su cuerpo pero corremos el riesgo de machacar su infancia. Porque no le preguntamos o no le escuchamos. Porque más allá de la discapacidad está nuestro hijo. Más allá de la discapacidad, estamos nosotros. Y hay que saber diferenciar. Saber cuando parar, cuando es suyo y cuando es tuyo. Por poner ejemplos. Y si nos ocurre lo contrario, si dejamos pasar los días sin proporcionarles los medios, entonces podemos estar incurriendo en nuestra propia desidia o victimismo. 

Por eso sé que mi hijo vino a mucho más de lo que imaginaba. Porque le debo a él buscar estar mejor cada día, sentirme mejor cada día. Y eso es incómodo y divertido si exploras cuan Dora. 

Esta mañana fui consciente de que por prisa no dejo hacer a Felipón, de que por impaciencia termino las cosas por él, de que saco la ropa que él mete en la maleta para que no se arrugue. Pero lo quiere hacer él. Y se desespera porque si no lo hace bien sabe y siente que me desespero yo. 

Al final, al sentirme yo mal, he buscado solucionarlo como he podido y le he pedido que la metiera como pudiera él. Pero es un tema que ha quedado pendiente porque aún no lo sé gestionar bien como madre y como acompañante. Y él es demasiado generoso. Es el primero que lo quiere hacer bien y no puede. Pero no consiste en hacerlo por él o ayudarle. Consiste en hacerle autónomo en cada minúsculo detalle de su día a día. En darle confianza. Porque lo único perfecto debe ser cómo decimos las cosas o hagamos sentir a los demás, no como sea el resultado. 

Debemos ser conscientes de que las personas con discapacidad son personas con derecho a equivocarse, con su dignidad, con sus derechos y obligaciones, que necesitan apoyos para integrarse y poder ejercer su capacidad en plenitud. La suya, no la nuestra. 

Y la empatía es la virtud más noble, igual que lo es la compasión. Eso es para mi el amor incondicional. Sólo emanan cuando nuestro corazón está limpio de apreturas y le damos la posibilidad de hablar y guiar a la mente, no al revés. Cuando el resentimiento, digo bien, el resentimiento (es curioso como se esconde) no taladra al personaje que nos habita.


Padres y madres, dejemos a las personas vivir su vida. Y si la vida de una persona con discapacidad nos ha sido confiada, hagámoslo con mas atención si cabe aún porque no podrá salir corriendo de nuestros barrotes y confinamientos pandémicos que nada tienen que ver con coronas ni virus sino con el desamor que nos tenemos. Ellos no son raíz de nuestros males sino camino para verlos, amplificador de daños sufridos en batallas que se instalaron mucho antes de que nuestros hijos nacieran.

Sólo así, si desde casa diferenciamos a la persona de su discapacidad como diferenciamos amor enfermo de amor incondicional, podremos mostrar a la sociedad cómo tratarles. Para que nuestros hijos puedan participar en cuerpo y alma, plena y efectivamente, en un régimen de igualdad de condiciones con los demás. 


"Sustituir la sustitución" en la toma de decisiones por otro basado en el respeto a la voluntad. Olvidar la visión paternalista cuando dejan de ser bebés, y con cada año que cumplan aplicarles la medicina que aplicaríamos a otro niño sin discapacidad.

Siéntete ellos por un momento. Tratémosles como nos gustaría que nos trataran a nosotros con independencia de nuestro autismo, de nuestras dificultades visuales, motoras, auditivas, cognitivas... 

Y recordad al Wally de este escrito. Que el "resentimiento" de tu cuerpo salga a la luz para poder limpiarlo. Es increíble como se haya cobijado bajo la tristeza o la pena. Éstas parecen emociones más dignas. Pero si dejamos salir ese resentimiento podremos comprender que renunciar o callar desde niños nos llevó a dejar de lado quienes somos y eso no se perdona tan fácilmente. Como les ocurrirá a nuestros hijos si no pueden vivir su vida, si sienten que deben callar para no hacernos sufrir más, si se sienten culpables por no llegar o ser perfectos como nos gustaría a nosotros, si no les "acompañamos" con respeto en esa transición, ajena a la discapacidad, que supone crecer... Si no les dejamos vivir con verdadero amor incondicional. Si no vemos al ser humano que son.

Sanar heridas nos lleva de la mano, a dentelladas, al ocaso. Y de ahí, a subir otro escalón más. Para tomar siempre más perspectiva y comprender que somos iguales, que nuestro cuerpo es prestado también y que es perfecto tenga la forma que tenga. 

Que durmáis bien.

Rocío


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